Las heridas se curan de noche
Pintar para Luna es un móvil vital. Aunque su verdadera urgencia radica en traducir a imágenes las
formas que naufragan en su mente, que irrumpen en su psiquis antes de acostarse. En sus obras el
tiempo se acumula.
La primera vez que hablamos sobre el color fue cuando describió los que estaba descubriendo al
pintar, cuando un rojo húmedo daba lugar a un rosa mezclado con naranja viscoso, propio de una
herida de rodillas raspadas sanando. Si se arrancaba la cascarita seca o se enganchaba en las
sábanas durante la noche, la herida devenía cicatriz. Una marca en el cuerpo del paso del tiempo.
Tras dedicar años a la realización de pinturas blanco y negro, utilizando tramas geométricas como
punto de partida, posiblemente ligadas a la vibración de la ciudad, sus telas cambian de frecuencia.
El color y la forma se desatan y se vuelven a reunir en el horizonte, al percibir el cielo a partir de la
copa de los árboles. “La emoción que despierta un paisaje es muy intensa: una alegría cercana al
dolor cuando la profundidad del azul del horizonte es máxima o cuando las nubes hacen esas cosas
tan espectaculares que duran tan poco y que son mucho más fáciles de recordar que de describir”
(1), escribe Rebecca Solnit al poner en palabras la sensación de ver. En la vigilia insomne que
caracteriza las noches de la artista, el recuerdo de una ventana de hormigón que observaba con
asombro cuando niña, la invita a introducir la curva en su percepción del mundo, en consonancia
con su desplazamiento a la naturaleza. La forma de esa ventana, que se convirtió durante algunos
meses en una pequeña obsesión cotidiana, resultó ser la unidad mínima de un pattern concéntrico.
Testigo de la secuencia lumínica del amanecer, una serie de pinturas liminares, misteriosas y
tranquilas, resultan de su intento de capturar mediante la pintura la sensación de ver.
La velocidad como fórmula ligada al tiempo aparece con la introducción de objetos móviles al
sistema. El ir y venir entre una dimensión y otra, aparecía en operaciones anteriores, cuando el
papel calado se especializaba y se transformaba asimismo en una herramienta para la pintura, en
esténcil para el trabajo sobre la tela. Hoy la tridimensión es también una superficie para la pintura. Al
fin de cuentas, para la artista pintar es desde chica colorear formas, rellenar casilleros. Las piezas
impresas en 3D pintadas con aerógrafo, dan lugar a un tono lúdico que posiblemente señale una
intención de movimiento desde la introspección, a la interacción con el otro.
La espiral temporal autorreferencial, que caracteriza las obras de María Elisa Luna, escapa al
determinismo racional de la tradición concreta con la que alguna vez se emparentó su pintura. Esta
nueva serie de trabajos, en cambio, se detienen en el instante preciso en que lo externo y objetivo
se transforma —reformulado, regenerado— en algo interno y subjetivo. Como en ese preciso
momento en el cual, durante la noche, se curan las heridas.
formas que naufragan en su mente, que irrumpen en su psiquis antes de acostarse. En sus obras el
tiempo se acumula.
La primera vez que hablamos sobre el color fue cuando describió los que estaba descubriendo al
pintar, cuando un rojo húmedo daba lugar a un rosa mezclado con naranja viscoso, propio de una
herida de rodillas raspadas sanando. Si se arrancaba la cascarita seca o se enganchaba en las
sábanas durante la noche, la herida devenía cicatriz. Una marca en el cuerpo del paso del tiempo.
Tras dedicar años a la realización de pinturas blanco y negro, utilizando tramas geométricas como
punto de partida, posiblemente ligadas a la vibración de la ciudad, sus telas cambian de frecuencia.
El color y la forma se desatan y se vuelven a reunir en el horizonte, al percibir el cielo a partir de la
copa de los árboles. “La emoción que despierta un paisaje es muy intensa: una alegría cercana al
dolor cuando la profundidad del azul del horizonte es máxima o cuando las nubes hacen esas cosas
tan espectaculares que duran tan poco y que son mucho más fáciles de recordar que de describir”
(1), escribe Rebecca Solnit al poner en palabras la sensación de ver. En la vigilia insomne que
caracteriza las noches de la artista, el recuerdo de una ventana de hormigón que observaba con
asombro cuando niña, la invita a introducir la curva en su percepción del mundo, en consonancia
con su desplazamiento a la naturaleza. La forma de esa ventana, que se convirtió durante algunos
meses en una pequeña obsesión cotidiana, resultó ser la unidad mínima de un pattern concéntrico.
Testigo de la secuencia lumínica del amanecer, una serie de pinturas liminares, misteriosas y
tranquilas, resultan de su intento de capturar mediante la pintura la sensación de ver.
La velocidad como fórmula ligada al tiempo aparece con la introducción de objetos móviles al
sistema. El ir y venir entre una dimensión y otra, aparecía en operaciones anteriores, cuando el
papel calado se especializaba y se transformaba asimismo en una herramienta para la pintura, en
esténcil para el trabajo sobre la tela. Hoy la tridimensión es también una superficie para la pintura. Al
fin de cuentas, para la artista pintar es desde chica colorear formas, rellenar casilleros. Las piezas
impresas en 3D pintadas con aerógrafo, dan lugar a un tono lúdico que posiblemente señale una
intención de movimiento desde la introspección, a la interacción con el otro.
La espiral temporal autorreferencial, que caracteriza las obras de María Elisa Luna, escapa al
determinismo racional de la tradición concreta con la que alguna vez se emparentó su pintura. Esta
nueva serie de trabajos, en cambio, se detienen en el instante preciso en que lo externo y objetivo
se transforma —reformulado, regenerado— en algo interno y subjetivo. Como en ese preciso
momento en el cual, durante la noche, se curan las heridas.